lunes, 18 de mayo de 2015

Underwood



Tengo frente a mí lo que quizá constituye la única herencia tangible de don Trino G. Rubio, mi abuelo materno. Es una vieja máquina de escribir Underwood, negra, pesada, incompleta. Se asemeja mucho a esas máquinas que aparecían en las películas de los años treinta, furiosamente tundidas por un periodista que usaba una tarjetita sobre el sombrero. En alguna foto de don Trino, la Underwood ocupa un primer plano, puesta sobre la mesa de trabajo en la que apoya su mano derecha.

A pesar de su peso es portátil, y el conjunto de máquina y maleta es equivalente por su volumen al de un ataúd. Aún así, acompañó en su peregrinaje a mi abuelo en los últimos veinticinco años de su vida. En ella escribió contratos, traslados de dominios, recibos, actas de todo tipo; en fin, todo lo relacionado con su trabajo. Pero también cartas de amor, despedidas, encargos de familia, cartas repletas de consejos y bendiciones para sus hijos, y un testamento, que finalmente, nunca llegó a ningunas manos.

Desde la muerte de mi abuelo, hace más de cincuenta años, la máquina siguió peregrinando por su cuenta, en las casas de varias de mis tías. En mi infancia, cuando ellas llegaban de visita a la casa, yo creía que quien regresaba era mi propio abuelo, que nos volvía a visitar de vez en cuando e imaginaba que, desde las teclas oscuras y semiborradas, me contaba de nuevo cuando se encontró con un pelotón de villistas en el vagón de un tren que iba para Atotonilco. La Underwood quedó finalmente en casa de mi madre; ahí, jugando con sus nietos, la máquina de escribir perdió la palanca que mueve el rodillo. En un acto completamente intencionado, aproveché la situación y, con la promesa de mandarla reparar, la cargué conmigo una vez que me casé. Hasta la fecha radica en la sala de mi casa. Sin arreglar, por supuesto.

Y es por estas fechas que me le quedo viendo por las noches, al fumar un cigarro. Es un tósigo en especial para la depresioncilla cumpleañera como la que me acomete ahora. Y viéndola y pensándole, a ratos se me hace que es una metáfora de la vida misma. Y que algún día quedaremos así, pesados e inmóviles, obsoletos, con algunas teclas trabadas, sin la cinta entintada o como un recuerdo que poco se visita. Y nos daremos cuenta de que no tenemos ya la palanca para saltar de párrafo y escribir una nueva línea; de que simplemente ahí estamos, bajo el polvo fino de la primavera, en una ciudad ominosa.

viernes, 27 de marzo de 2015

Viernes de Dolores



Se llamaba Dolores Neri y hacía honor a su nombre, por lo de dolores y por lo de neri –“negros”, en italiano. Nació a principios del siglo pasado. Vivió en ese México que no conocía la adolescencia y, apenas a los catorce años de edad, se casó con Salvador Ascencio, artesano tejedor de cobijas de lana, menor de edad también, y mandolina en la orquesta típica de Arandas. Cuando veo las películas italianas viejas, con sus matronas recias y duras y enlutadas, inmediatamente la recuerdo. Porque así vistió, sin importar su edad: siempre de luto. De hecho, así aparece en toda la iconografía familiar. En esas fotografías mira de frente, con el ceño ligeramente fruncido y la mandíbula fuertemente apretada.

Como solía suceder en aquellos entonces, tuvo una gran cantidad de hijos, de los cuales casi la mitad murió en la primera infancia; tres más en la madurez. Le tocó esa etapa durísima del medio rural mexicano, antes de la luz eléctrica y el agua entubada. Desde que yo la recuerdo, presidía la familia de manera implacable: calificaba a las nueras y escogía a los yernos; hijos e hijas rendían puntual cuenta de sus vidas y desahogaban sus penas en las faldas siempre oscuras.

Tal y como le exigía su religiosidad, en cuanto no pudo ser ya madre, se encerró todas las noches en su habitación, custodiando su tardía castidad de los embates de don Salvador. No abrió la puerta ni siquiera aquella noche sin luna en que mi abuelo suplicó y golpeó con suavidad la puerta de madera con aldabas de hierro. Tan sólo lloró efímeramente al otro día, ante el cadáver de su esposo, que amaneció con los puños crispados y los nudillos apenas sangrados. No habían faltado nunca motivos para andar de luto por su hogar, pero ahora fue definitivo.

Buena parte de las vacaciones de mi niñez pasó en aquella su casa, larga y oscura como el rosario que cargaba siempre en la cintura;  ese hogar sin más alegría que las begonias y los rosales del patio que regaba tan religiosamente como todo lo que hizo en su vida, para bien y para mal. Discurría silenciosamente por las habitaciones en la que estaba prohibida la luz solar, y si yo hacía un ruido fuerte o gritaba, se volvía a verme con el ceño apretado y el índice en sus labios delgados. Nomás la veía alegre cuando, al amparo del crudísimo invierno arandense, llegaban mis tíos (no menos crudos) a sentirse desamparados. Entonces se tomaba algunas copas del tequila que curaba con fruta seca todo el año y que sólo se destapaba entonces, para salud de los enfermos. Reía desmesuradamente, como para ponerse al corriente con la vida y cantaba con su voz de soprano las reminiscencias de algunas serenatas con mandolina.

La vi por última vez en el velorio de mi papá. Me miró con sus ojos opacos y me dijo: “tienes la cara de tu padre”. No lloró. El sempiterno rosario de su cintura corría ahora de a poco entre sus manos porque esa era su manera de querer y de extrañar.

Hace unos años fui a buscarla a Arandas, por instancias de mi hija, que quería ver a su bisabuela. No estaba en su casa, sino en un hospital de Tepatitlán, según me dicen, llamando en voz baja y por su nombre a todos sus hijos muertos. “Allá voy”, les decía. Y se fue.

Hoy, viernes de Dolores y de Pasión, acabo de recordar a mi abuela.