Tengo
frente a mí lo que quizá constituye la única herencia
tangible de don Trino G. Rubio, mi abuelo materno. Es una vieja máquina de
escribir Underwood, negra, pesada,
incompleta. Se asemeja mucho a esas máquinas que aparecían en las películas de
los años treinta, furiosamente tundidas por un periodista que usaba una
tarjetita sobre el sombrero. En alguna foto de don Trino, la Underwood ocupa un primer plano, puesta
sobre la mesa de trabajo en la que apoya su mano derecha.
A pesar de su peso es portátil, y el
conjunto de máquina y maleta es equivalente por su volumen al de un ataúd. Aún
así, acompañó en su peregrinaje a mi abuelo en los últimos veinticinco años de
su vida. En ella escribió contratos, traslados de dominios, recibos, actas de
todo tipo; en fin, todo lo relacionado con su trabajo. Pero también cartas de
amor, despedidas, encargos de familia, cartas repletas de consejos y
bendiciones para sus hijos, y un testamento, que finalmente, nunca llegó a
ningunas manos.
Desde la muerte de mi abuelo, hace más de
cincuenta años, la máquina siguió peregrinando por su cuenta, en las casas de
varias de mis tías. En mi infancia, cuando ellas llegaban de visita a la casa,
yo creía que quien regresaba era mi propio abuelo, que nos volvía a visitar de
vez en cuando e imaginaba que, desde las teclas oscuras y semiborradas, me
contaba de nuevo cuando se encontró con un pelotón de villistas en el vagón de
un tren que iba para Atotonilco. La Underwood
quedó finalmente en casa de mi madre; ahí, jugando con sus nietos, la máquina
de escribir perdió la palanca que mueve el rodillo. En un acto completamente
intencionado, aproveché la situación y, con la promesa de mandarla reparar, la
cargué conmigo una vez que me casé. Hasta la fecha radica en la sala de mi
casa. Sin arreglar, por supuesto.
Y es por estas fechas que me le quedo viendo
por las noches, al fumar un cigarro. Es un tósigo en especial para la
depresioncilla cumpleañera como la que me acomete ahora. Y viéndola y
pensándole, a ratos se me hace que es una metáfora de la vida misma. Y que algún
día quedaremos así, pesados e inmóviles, obsoletos, con algunas teclas
trabadas, sin la cinta entintada o como un recuerdo que poco se visita. Y nos
daremos cuenta de que no tenemos ya la palanca para saltar de párrafo y
escribir una nueva línea; de que simplemente ahí estamos, bajo el polvo fino de
la primavera, en una ciudad ominosa.