Se llamaba Dolores Neri y hacía honor a su nombre, por lo de dolores y
por lo de neri –“negros”, en italiano. Nació a principios del siglo pasado.
Vivió en ese México que no conocía la adolescencia y, apenas a los catorce años
de edad, se casó con Salvador Ascencio, artesano tejedor de cobijas de lana,
menor de edad también, y mandolina en la orquesta típica de Arandas. Cuando veo
las películas italianas viejas, con sus matronas recias y duras y enlutadas,
inmediatamente la recuerdo. Porque así vistió, sin importar su edad: siempre de
luto. De hecho, así aparece en toda la iconografía familiar. En esas
fotografías mira de frente, con el ceño ligeramente fruncido y la mandíbula
fuertemente apretada.
Como solía suceder en aquellos entonces, tuvo una gran cantidad de
hijos, de los cuales casi la mitad murió en la primera infancia; tres más en la
madurez. Le tocó esa etapa durísima del medio rural mexicano, antes de la luz
eléctrica y el agua entubada. Desde que yo la recuerdo, presidía la familia de
manera implacable: calificaba a las nueras y escogía a los yernos; hijos e
hijas rendían puntual cuenta de sus vidas y desahogaban sus penas en las faldas
siempre oscuras.
Tal y como le exigía su religiosidad, en cuanto no pudo ser ya madre,
se encerró todas las noches en su habitación, custodiando su tardía castidad de
los embates de don Salvador. No abrió la puerta ni siquiera aquella noche sin
luna en que mi abuelo suplicó y golpeó con suavidad la puerta de madera con
aldabas de hierro. Tan sólo lloró efímeramente al otro día, ante el cadáver de
su esposo, que amaneció con los puños crispados y los nudillos apenas
sangrados. No habían faltado nunca motivos para andar de luto por su hogar,
pero ahora fue definitivo.
Buena parte de las vacaciones de mi niñez pasó en aquella su casa,
larga y oscura como el rosario que cargaba siempre en la cintura; ese hogar sin más alegría que las begonias y
los rosales del patio que regaba tan religiosamente como todo lo que hizo en su
vida, para bien y para mal. Discurría silenciosamente por las habitaciones en
la que estaba prohibida la luz solar, y si yo hacía un ruido fuerte o gritaba, se
volvía a verme con el ceño apretado y el índice en sus labios delgados. Nomás
la veía alegre cuando, al amparo del crudísimo invierno arandense, llegaban mis
tíos (no menos crudos) a sentirse desamparados. Entonces se tomaba algunas
copas del tequila que curaba con fruta seca todo el año y que sólo se destapaba
entonces, para salud de los enfermos. Reía desmesuradamente, como para ponerse
al corriente con la vida y cantaba con su voz de soprano las reminiscencias de
algunas serenatas con mandolina.
La vi por última vez en el velorio de mi papá. Me miró con sus ojos
opacos y me dijo: “tienes la cara de tu padre”. No lloró. El sempiterno rosario
de su cintura corría ahora de a poco entre sus manos porque esa era su manera
de querer y de extrañar.
Hace unos años fui a buscarla a Arandas, por instancias de mi hija, que
quería ver a su bisabuela. No estaba en su casa, sino en un hospital de
Tepatitlán, según me dicen, llamando en voz baja y por su nombre a todos sus
hijos muertos. “Allá voy”, les decía. Y se fue.
Hoy, viernes de Dolores y de Pasión, acabo de recordar a mi abuela.